El año de 1721, un negro asesinó a don Miguel Fernández
Caballero a quien prestaba sus servicios en labores agrícolas. El esclavo
cansado de las humillaciones de su patrón, sobre todo los castigos diarios a
base de latigazos bajo el argumento de supuesta flojera para cumplir
obligaciones, lo llevaron a tomar esta determinación que motivó más tarde una
serie de atropellos contra centenares de hombres y mujeres de su raza, al
servicio de hacendados de la costa central.
Pedro José de Olavarriaga en conocimiento del suceso,
levantó un informe redactado en términos duros, indicando la necesidad de
aplicar a los negros de la costa severos castigos para evitar sublevaciones y
evasiones. Sólo así, decía el vasco, lo esclavos entienden las órdenes, por
cuanto los latigazos permiten obtener mejores rendimientos en sus labores.
Olavarriaga no ocultaba su odio hacia los negros, asegurando
que millares de ellos estaban al acecho para escaparse a Cumbes donde podían
ejercer directos controles contra sus legítimos amos. El negro. . .! expresaba
con firmeza, al ser tratado con benignidad se transforma en un ser funesto y
proclive a marcharse en la primera oportunidad, repitiendo que la ley y el
orden en esta clase de gentes sólo puede aplicarse a la¬tigazos.
El infortunado esclavo acusado de asesinar a su dueño
Fernández Caballero, fue apresado escondido entre unos ma¬torrales montaña
adentro y en juicio sumario sentenciado por el Licenciado don Antonio Alvarez
de Abreu, fue colgado de un frondoso apamate y luego decapitado para colocar su
cabeza a la entrada de un camino transitado por esclavos, como adver¬tencia del
rigor de la justicia hispana.
Antes, el indio tenía toda la tierra de sus heredades.
Lle¬gó el blanco de • Continentes lejanos quemando en los labios libres las
palabras sin miedo. Con su gran Cruz de maderas des¬prendidas de los brazos
centenarios del árbol frondoso de la América Virgen, los conquistadores amalgamaron
su raza en las entrañas purificadas de mujeres que sólo cubrían su sexo con las
sombras producidas por las nubes cuando ocultaban el sol.
Llegó después el negro con Fray Bartolomé de Las Casas, para
aliviar la explotación del indio. El sacerdote que trató de amparar en los
pliegues de su sotana a los primitivos poblado¬res, entregó con sus prédicas de
misionero, aventando el evan¬gelio por otros senderos de odio, a una raza
africana trans-plantada a un mundo donde el amo blanco los trató como bestias.
La sangre de los negros se cosechó en los surcos de las
haciendas, para la dulce miel de los trapiches que muelen la caña desgarrando
la piel de los esclavos.
Pasarían muchos años rompiendo ataduras, para formar la
argamasa de nuestra raza: el indio, el mestizo, el pardo y el blanco, cobijados
con una misma bandera en marcha triunfal por los caminos de la América Libre.

