El General Román Delgado Chalbaud era Director y Jefe
absoluto del naciente Astillero Nacional, donde numerosos jó¬venes porteños
prestaron sus servicios como obreros. Muchos de ellos se especializaron en
diversas ramas: plomería, electricidad, fundición, carpintería, mecánica y
otras, indispensables para el funcionamiento de esta industria naval.
La estricta disciplina laboral impuesta por el Director, en
algunas ocasiones se extralimitaba traspasando normas elemen¬tales que debían
regir en este tipo de establecimiento, donde la mano de obra que dinamizaba su
actividad, procedía del sec¬tor civil amparado en una legislación menos severa,
más humana y por supuesto más justa.
En el área de carpintería y carena trabajaba un obrero
co-nacido como el "Negro Juan", cuya residencia estaba ubicada en la
"Sabana de Campo Alegre"; un rancho con paredes de bahareque, techo
de palmas y piso entablado con material de desechos del cercano puerto. Era
necesario humanizar la humil¬de vivienda con un toque de pintura, cal o
ladrillo molido que producía un color rojizo.
Pero las esperanzas de aquel hombre se alejaban por el
escaso salario que su trabajo producía en el Astillero. Ante esta angustia, el
destino le jugó una mala pasada, al tentarlo para que tomara sin autorización
un recipiente conteniendo res¬tos de pintura que habían utilizado en el
acondicionamiento del casco de un viejo buque de la armada.
Denunciado por un celoso fiscal bien remunerado, el in¬feliz
obrero fue conducido atado con cadenas a un calabozo de la vecina
Penitenciaría, mientras el Jefe Supremo acordaba la severa sanción que serviría
como escarmiento al personal del Instituto: "Cien palos en las costillas
del osado hombre que in¬tentó despojar al Estado venezolano, de un poco de
pintura para adecentar su vivienda".
Días después, en el muelle interior conocido como "La
Planchita" Juan González fue atado a una silla en presencia de obreros y
empleados del Astillero, para el cumplimiento de la sentencia que el
improvisado verdugo ejecutó con cronomé¬trica crueldad. El macabro y doloroso
espectáculo llenó de si¬lenciosa y temerosa indignación a los asistentes.
Con el miedo y el rencor apretados a las gargantas, se pre¬sentía
el murmullo de las voces: No es justo, comentaban, no es justo, repetían, que
en este lugar a un pobre obrero se fla¬gele por haber cometido un delito sin
importancia, mientras jefes y subalternos saquean con descarada impunidad al
Ins¬tituto. El sábado, día de pago, en varios lugares del Astillero: Oficinas,
talleres, patios y almacenes, aparecieron pequeñas ho¬jas mecanografiadas, en
las cuales la chispa criolla consignó su protesta cobijada en el anonimato:
Por un pote de pintura le dieron cien palos a Juan. ¿Y el
que roba a la Nación cuántos palos le darán, guardando la proporción. . .?
¿A ese General Román que es Delgado y es Chalbó, cuál
sentencia le impondrán por lo que ya se llevó. . .?
La brisa marina recogió el rumor que labios sellados por el
miedo se negaban a pronunciar. Había un sórdido rencor es¬condido en el pecho
de los hombres que esclavizaban la protes¬ta masticando su odio. El látigo
asesino convirtió la piel tos¬tada del pobre negro Juan, en un amasijo de
sangre, sudor y lágrimas. En el cementerio de Campo Alegre, tal vez muy cerca
de la humilde Choza que aquel hombre deseaba humanizar, en una tumba hacia la
zona del Olvido, los restos de Juan Gon¬zález, con el alma perdida entre sol y
bruma, buscó para el des¬canso eterno el castigo a su verdugo.

