lunes, 30 de noviembre de 2015

34- Las comadronas de antaño



Recordar a las viejas comadronas reconforta el espíritu. Hasta hace poco tiempo, los paritorios en los hogares venezolanos se desarrollaban como Dios lo estableció a través de los Siglos. No se conocía la contratación de sofisticadas habitaciones con aire acondicionado, alrededor de las cuales se desplazan especialistas, hombres y mujeres pulcramente vestidos de blanca tela y gorritos coquetos para darle más salero al acontecimiento.

Los padres del recién nacido podían reír alegremente sin el temblor en las manos que electriza la voluminosa factura: partero, anestesiólogo, enfermeras, pediatras, cardiólogos, farmacéuticos, policías y hasta un Fiscal de Tránsito para facilitar al nuevo transeúnte vía libre para su desplazamiento en este valle de lágrimas.

Las recordadas parteras de antaño, la mayoría procedía de modestas familias, sobre todo de núcleos populares que defendían su profesión a base de coraje y mística vocación. Sus tarifas dependían de la condición social del cliente, con un máximo de cinco pesos, a veces cancelados en cuotas semanales. Eso sí, las comadronas durante algunos días compartían con las parturientas el rico manjar de las aves de corral, por establecerlo la tradición. En el proceso del embarazo se adquirirían varias gallinas gordas para alimentar a la nueva madre durante el primer mes después del alumbramiento.

Existían drásticas reglas para la protección de la madre y el niño, que hoy resultan risibles, pero que durante centenares de años contribuyeron a superpoblar el planeta. La mujer guardaba riguroso encierro durante cuarenta días con la cabeza envuelta con trapos para evitar malos aires; el recién nacido debía permanecer con un gorrito de tela gruesa para protegerle la "mollera", por donde supuestamente podían colársele fluidos malignos. La habitación de la parturienta se mantenía hermética y los visitantes en horas nocturnas permanecían alejados del niño, hasta tanto se "les desprendiera el sereno", considerado como portador de males.

Algunos venían al mundo enman'tillados con el cordón umbilical endurecido. En estos casos, la comadrona bendecía al recién nacido, augurándole una vida llena de felicidades, ya que la tradición señalaba que el enmantilíamiento era protector contra pavas, mal de ojo, enemigos, etc. La mantilla y el cordón umbilical lo enterraban en un rincón de la vivienda, para que el hechizo fuera permanente en la buena suerte del muchachito.

Por su parte, el padre feliz que se había preparado desde el primer mes de embarazo de su compañera, brindaba a familiares y amigos con un licor macerado en garrafas de aguar¬diente de caña, aluzema, azúcar y otros ingredientes. Eran los célebres "miaos" del nuevo ciudadano, que nunca faltó en hogares venezolanos, sin el temor de ser embargados por abultadas facturas de clínicas sofisticadas, en cuya mayoría los niños ya no nacen por la vía natural diseñada para estos menesteres, sino por la barriga en operaciones conocidas como "cesáreas".

Esto de la cesárea es más antiguo que el nacimiento de Cristo; procede del latín "caesure" que significa "corte" y su nombre sirvió para bautizar a César, Emperador Romano, quien nació, según datos históricos, por una abertura en el vientre que le practicaron a la madre en un caso de extrema emergencia.

A través de la práctica alegre de acelerar el nacimiento de los niños por ese sistema, se han tejido diversas conjeturas. La operación quirúrgica con pocos riesgos de extraer la criatura, proporciona jugosos dividendos a empresas y clínicas donde el nuevo riquismo florece en todos los caminos con ga¬lopante desbordamiento exhibicionista; las fabulosas sumas cobradas a los pacientes son canceladas sin protestar y a veces con amplias sonrisas que recogen los fotógrafos para las crónicas sociales.


De todos modos, el procedimiento de las viejas comadronas y parteros como Valbuena, Tirado, Juliac, Rodríguez Rivero, Torres Suels, Noblot, Vigas, Kanoche, Porras, Olaechea, Ponte, Rivas, Soriano. Dunlop, Villalba, Gallardo, Julien, Mandry, Murphy, entre otros tantos, queda en el permanente recuerdo de las abuelas.