En una modesta casa situada en la calle Valencia de este
puerto, vivió hace muchos años un solitario sacerdote que había perdido el uso
de la razón; el pobre hombre, abandonado, sin familiares ni amigos, sólo
contaba en su refugio, aislado de la sociedad, con la permanente compañía de un
gato y un perro sarnoso que en las noches oscuras anunciaba su hambre,
la-drándole a las sombras.
El infeliz orate era conocido como el Cura Melitón, de
nacionalidad española, supuestamente aventado a nuestras tierras formando parte
de grupos de religiosos enviados por España para reforzar las Iglesias
Católicas de América. Existía la posibilidad de haberse enfermado en la
travesía y luego abandonado a su suerte en los muelles de Puerto Cabello.
Personas piadosas de la vieja ciudad le brindaron asilo en
aquel lugar que formó parte de su Santuario. Las paredes mohosas golpeadas por
el tiempo, sirvieron de marco en su círculo de piedras para colocar un antiguo
crucifijo cuya edad se perdía en el infinito.
En las noches, la débil luz de velas encendidas iluminaban
el rostro entristecido del Cristo del Padre Melitón. Al rezar en perfecto
latín, los incrédulos que asomaban su curiosidad por las hendidudas de la
destartalada vivienda, dejaban prendida en su fe, la auténtica condición
religiosa del viejo loco de la calle Valencia.
La duda surgía al comenzar aquel hombre, algunas prácticas
de raros exorcismos, acompañados de diabólicas gesticulaciones con
impresionantes ademanes, finalizadas al agotarse totalmente las energías de su
esquelético cuerpo, quedando extenuado sobre el sucio piso, donde las
partículas de alimentos se confundían con ratones, cucarachas y otras alimañas.
Algunas personas asociaban a este personaje con el diablo y
otros espíritus malignos, sobre todo, cuando el gato maullaba y el perro
ladraba al filo de la media noche. Ignoraban que el pobre hombre se alimentaba
junto con los animales, de las sobras que dos venerables y caritativas ancianas
les suministraban dia¬riamente, creyendo muchos vecinos que la subsistencia del
pre¬sunto sacerdote, se debía a pactos secretos con seres del más allá.
Al sentirse el ladrido lastimero del perro y el aullido
agorero del gato, las beatas exclamaban mirando al cielo:
Ya Melitón está invocando al diablo, Dios Sacramentado...! y
del fondo de las almidonadas enaguas, sacaban sus rosarios para auyentar a
Satanás.
