De los barberos que trabajaron en Puerto Cabello durante la
tercera década de este siglo, recordamos a uno de ellos establecido en la
casilla N9 25 del Mercado Municipal, en el sector de la Calle Bolívar. Este
personaje estuvo involucrado en un suceso amoroso que pudo haber degenerado en
tragedia, pero felizmente el epílogo finalizó con características humorísticas.
Por versiones orales de las personas vinculadas a este
romance apasionado de la mujer del barbero con un joven extranjero, conocimos
detalles propios de la época del Cine Silente del "musiú" Florenzano,
el Coche de Carrillo, serenateros madrugadores, la "resbaladera" de
Felipe, la flota de transporte de Torito con sus carros tirados por muías y la
"Tanda Roja" de Juan Segundo.
El barbero mantenía relaciones concubinarias con una hermosa
morena de ojos color de miel, pelo liso negro que cubría su torneada cintura,
labios tentadores, pulposos, que movía con nervioso ritmo cuando hablaba; ella sola,
completa, era una tentación del diablo, según afirmaban algunas viejas beatas
vecinas del Templo Nuevo.
Salim, era el nombre de un joven libanes recién llegado al
puerto y como sus parientes que arribaron antes a estas tierras, se dedicó al
negocio de la venta por cuotas en ambulante peregrinar por calles y angostos
callejones de la vieja ciudad. Las amas de casa de ayer y de hoy, sobre todo
las de escasos medios económicos, agradecen este tipo de comercio donde pueden
adquirir la mercancía en cómodos plazos semanales; "si es fiado, no
importa el precio", decían algunas al realizar el negocio con el vendedor,
pensando ya, echarle el "carro", sin darse cuenta que con su cuota
inicial habían cancelado el producto adquirido.
La concubina del fígaro se hizo cliente permanente del
"turquito" y paso a paso, con la anuencia de éste, fue abultando su
cuenta hasta una cifra imposible de ser cancelada con los escasos dineros que
recibía del marido. Entre vendedor y com¬pradora se había establecido un
acercamiento íntimo, que le permitía a Salim saborear de tarde en tarde un
aromático café y sentir a veces el roce ardiente de la tentadora morena cuyo
cuerpo después del baño, producía un agradable olor a pan re¬cién sacado del
horno. Y Satanás metió su mano para encender la llama que tan¬to el
descendiente del Rey Salomón, como la guapa morena, mantenían latente. Todo
marchaba bien para la pareja, hasta una noche en que fueron sorprendidos por el
amante engañado. Este sujeto solamente visitaba a la mujer, a quien los hombres
casados llamaban "la querida", los días lunes, miércoles y viernes;
los restantes eran para el disfrute del musiú y la bella dama.
Una noche del sábado, el fígaro había consumido en fiesta
familiar, varios tragos que calentaron su sangre de varón. No era posible
consumar su lúbrico deseo en aquel ambiente y bajo el socorrido argumento de
comprar cigarrillos, se alejó presuroso del lugar, siguiendo la ruta del nido
vecino a la Planta Eléctrica, donde seguramente, según sus pensamientos, lo
es¬tarían esperando ardorosamente.
Sigilosamente abrió la cerradura que cedió a la vuelta de la
llave alcahueta; la puerta franqueó la entrada al galán que con pasos de felino
cazador, se fue acercando hasta el lecho que él presentía tibio por el calor
que despedía el cuerpo de su amada. El ruido raro parecido a un concierto de
mil ratones emitiendo "chirridos" oxidados, lo alertaron para ponerse
en guardia y observar a la hermosa morena enlazada entre los musculosos brazos
del joven libanes.
Sin pronunciar palabra desando sus pasos y antes de salir a
la calle, de un punta pie tumbó el pequeño fonógrafo que reposaba encima de una
caja vacía. El "turco" y la morena saltaron presurosos y cada cual
buscó su refugio para cubrirse de la presunta ira del ofendido. La mujer se
escondió detrás de un armario y el "turquito" con pantalón, camisa,
zapatos y calzoncillos en los brazos, como una liebre asustada brincó la cerca
del patio y en veloz carrera por los plagosos manglares se alejó de la zona del
peligro.
La luna llena iluminaba la bahía interior haciendo más verde
el tupido manglar. En su desesperada huida, el "vendedor por cuotas"
dejó retratada su figura en las pupilas del barbero. La luz de la luna denunció
su presencia desnuda, entre las ramas y aguas fangosas.
Hacia el Bar "España" cerca de los muelles,
emprendió la marcha el barbero del amor perdido. Allá trató de ahogar sus penas
consumiendo ron "Víctor Díaz" acompañado de la sabrosa Kola Bernotti.
Entre humos y vasos de alcohol, un borrachito acompañado de su guitarra
tarareaba, tal vez con despecho, la melodía famosa de Gardel: "Tomo y
obligo, mándese un trago, de las mujeres mejor no hay que hablar" y la voz
se le apagaba entre gritos histéricos de los parroquianos y el silbato de los
buques despidiéndose del puerto. Pasaron algunos meses y el musiú Salim
ignorando que el barbero de la casilla 25 era casualmente el marido de aquella
mujer, solicitó sus servicios para un corte de pelo y barba. El profesional se
puso en acción inmediata sin dar manifestaciones de asombro por la presencia
del joven, a quien identificó plenamente gracias a la luz de la luna, cuando
corría asustado entre manglares y aguas estancadas, al ser sorprendido en la
habitación de su concubina.
Los barberos por lo regular son buenos conversadores y para
cada cliente tienen motivos de amena charla; poseen un sentido sicológico
especial y nadie se escapa a su natural erudición para el planteamiento de
todos los problemas que afectan al género humano y sus posibles soluciones. El
silencio de Salim lo rompió el hombre del peine y la tijera cuando le preguntó
el número de conquistas amorosas que había logrado en sus correrías por calles
y aledaños del puerto. Al iniciar la conversación, el barbero hizo su análisis
del amor y la infidelidad de algunas mujeres y el amargo trauma que ocasionaban
aquellas inconsecuencias.
Impertubable, el "turquito" escuchaba la erudita
charla; no le importaba el asunto, no era cosa que le afectara y por otro lado,
entendía escasamente el contenido del problema ya que apenas hablaba el
español. Mientras la navaja afilada se desplazaba por la suave piel enjabonada
de la cara del tranquilo cliente, el barbero realizó su tremenda faena para el
puntillazo final.
—Te agradan las mujeres ajenas musiuíto. . ? preguntó con
pasmoso cinismo.
—No..! baisano, contestó sin apremio el hombre sentado en
una silla Koken recién estrenada.
—Qué bien, replicó, el barbero, porque yo no me la llevo con
tipos que buscan gallinas en gallineros ajenos. Siguió la operación con el
deslizar de la navaja hasta si¬tuarse encima de la garganta. En ese momento,
aquel hombre parecía transformarse en Drácula al relatar el suceso de aquella
infortunada noche. Detalladamente deshiló recuerdos, sin in¬mutarse, sin
quebrarse la voz, casi gozando de una morbosa venganza que llevaba escondida.
Yo conocí al intruso que sorprendí en los brazos de mi
amante, dijo el hombre, mientras el sudor comenzaba a brotar de los poros del
cliente. Yo lo vi perfectamente cuando desnudo se escapaba velozmente entre
aguas manglares, repitió con insistencia como disfrutando de un triunfo
anhelado. Terminado el trabajo del corte de barba, el pobre "musiú'
parecía un bloque de hielo: frío, intensamente frío, con las articulaciones
casi paralizadas.
El barbero lo agarró por los brazos, le ayudó a pararse de
aquel instrumento de tortura y con una sonora carcajada trató de aplacarle el
miedo a su asustado cliente diciéndole:
—Musiuíto. .! no te preocupes, que yo estoy inmensa¬mente
agradecido de tí, por haberme ayudado a quitarme de encima a esa morena
infernal que me tenía embrujado.
Lo siento baisano, lo siento mucho, repitió Salim. Pagó los
tres bolívares del servicio, se sacudió el pelero depositado en su cuello, con
gesto nervioso se ajustó la correa, tosió y casi sin despedirse salió como
estampida por la puerta de la barbería para no regresar jamás a ese lugar. El
barbero con sonrisa maquiavélica murmuraba frente al espejo: ese
"carajito" más nunca volverá a meterse en camisa de once varas y cerró
el episodio silbando una balada de moda.

