lunes, 30 de noviembre de 2015

28- Salim y la mujer del barbero



De los barberos que trabajaron en Puerto Cabello durante la tercera década de este siglo, recordamos a uno de ellos establecido en la casilla N9 25 del Mercado Municipal, en el sector de la Calle Bolívar. Este personaje estuvo involucrado en un suceso amoroso que pudo haber degenerado en tragedia, pero felizmente el epílogo finalizó con características humorísticas.

Por versiones orales de las personas vinculadas a este romance apasionado de la mujer del barbero con un joven extranjero, conocimos detalles propios de la época del Cine Silente del "musiú" Florenzano, el Coche de Carrillo, serenateros madrugadores, la "resbaladera" de Felipe, la flota de transporte de Torito con sus carros tirados por muías y la "Tanda Roja" de Juan Segundo.

El barbero mantenía relaciones concubinarias con una hermosa morena de ojos color de miel, pelo liso negro que cubría su torneada cintura, labios tentadores, pulposos, que movía con nervioso ritmo cuando hablaba; ella sola, completa, era una tentación del diablo, según afirmaban algunas viejas beatas vecinas del Templo Nuevo.

Salim, era el nombre de un joven libanes recién llegado al puerto y como sus parientes que arribaron antes a estas tierras, se dedicó al negocio de la venta por cuotas en ambulante peregrinar por calles y angostos callejones de la vieja ciudad. Las amas de casa de ayer y de hoy, sobre todo las de escasos medios económicos, agradecen este tipo de comercio donde pueden adquirir la mercancía en cómodos plazos semanales; "si es fiado, no importa el precio", decían algunas al realizar el negocio con el vendedor, pensando ya, echarle el "carro", sin darse cuenta que con su cuota inicial habían cancelado el producto adquirido.

La concubina del fígaro se hizo cliente permanente del "turquito" y paso a paso, con la anuencia de éste, fue abultando su cuenta hasta una cifra imposible de ser cancelada con los escasos dineros que recibía del marido. Entre vendedor y com¬pradora se había establecido un acercamiento íntimo, que le permitía a Salim saborear de tarde en tarde un aromático café y sentir a veces el roce ardiente de la tentadora morena cuyo cuerpo después del baño, producía un agradable olor a pan re¬cién sacado del horno. Y Satanás metió su mano para encender la llama que tan¬to el descendiente del Rey Salomón, como la guapa morena, mantenían latente. Todo marchaba bien para la pareja, hasta una noche en que fueron sorprendidos por el amante engañado. Este sujeto solamente visitaba a la mujer, a quien los hombres casados llamaban "la querida", los días lunes, miércoles y viernes; los restantes eran para el disfrute del musiú y la bella dama.

Una noche del sábado, el fígaro había consumido en fiesta familiar, varios tragos que calentaron su sangre de varón. No era posible consumar su lúbrico deseo en aquel ambiente y bajo el socorrido argumento de comprar cigarrillos, se alejó presuroso del lugar, siguiendo la ruta del nido vecino a la Planta Eléctrica, donde seguramente, según sus pensamientos, lo es¬tarían esperando ardorosamente.

Sigilosamente abrió la cerradura que cedió a la vuelta de la llave alcahueta; la puerta franqueó la entrada al galán que con pasos de felino cazador, se fue acercando hasta el lecho que él presentía tibio por el calor que despedía el cuerpo de su amada. El ruido raro parecido a un concierto de mil ratones emitiendo "chirridos" oxidados, lo alertaron para ponerse en guardia y observar a la hermosa morena enlazada entre los musculosos brazos del joven libanes.

Sin pronunciar palabra desando sus pasos y antes de salir a la calle, de un punta pie tumbó el pequeño fonógrafo que reposaba encima de una caja vacía. El "turco" y la morena saltaron presurosos y cada cual buscó su refugio para cubrirse de la presunta ira del ofendido. La mujer se escondió detrás de un armario y el "turquito" con pantalón, camisa, zapatos y calzoncillos en los brazos, como una liebre asustada brincó la cerca del patio y en veloz carrera por los plagosos manglares se alejó de la zona del peligro.

La luna llena iluminaba la bahía interior haciendo más verde el tupido manglar. En su desesperada huida, el "vendedor por cuotas" dejó retratada su figura en las pupilas del barbero. La luz de la luna denunció su presencia desnuda, entre las ramas y aguas fangosas.

Hacia el Bar "España" cerca de los muelles, emprendió la marcha el barbero del amor perdido. Allá trató de ahogar sus penas consumiendo ron "Víctor Díaz" acompañado de la sabrosa Kola Bernotti. Entre humos y vasos de alcohol, un borrachito acompañado de su guitarra tarareaba, tal vez con despecho, la melodía famosa de Gardel: "Tomo y obligo, mándese un trago, de las mujeres mejor no hay que hablar" y la voz se le apagaba entre gritos histéricos de los parroquianos y el silbato de los buques despidiéndose del puerto. Pasaron algunos meses y el musiú Salim ignorando que el barbero de la casilla 25 era casualmente el marido de aquella mujer, solicitó sus servicios para un corte de pelo y barba. El profesional se puso en acción inmediata sin dar manifestaciones de asombro por la presencia del joven, a quien identificó plenamente gracias a la luz de la luna, cuando corría asustado entre manglares y aguas estancadas, al ser sorprendido en la habitación de su concubina.

Los barberos por lo regular son buenos conversadores y para cada cliente tienen motivos de amena charla; poseen un sentido sicológico especial y nadie se escapa a su natural erudición para el planteamiento de todos los problemas que afectan al género humano y sus posibles soluciones. El silencio de Salim lo rompió el hombre del peine y la tijera cuando le preguntó el número de conquistas amorosas que había logrado en sus correrías por calles y aledaños del puerto. Al iniciar la conversación, el barbero hizo su análisis del amor y la infidelidad de algunas mujeres y el amargo trauma que ocasionaban aquellas inconsecuencias.

Impertubable, el "turquito" escuchaba la erudita charla; no le importaba el asunto, no era cosa que le afectara y por otro lado, entendía escasamente el contenido del problema ya que apenas hablaba el español. Mientras la navaja afilada se desplazaba por la suave piel enjabonada de la cara del tranquilo cliente, el barbero realizó su tremenda faena para el puntillazo final.

—Te agradan las mujeres ajenas musiuíto. . ? preguntó con pasmoso cinismo.

—No..! baisano, contestó sin apremio el hombre sentado en una silla Koken recién estrenada.

—Qué bien, replicó, el barbero, porque yo no me la llevo con tipos que buscan gallinas en gallineros ajenos. Siguió la operación con el deslizar de la navaja hasta si¬tuarse encima de la garganta. En ese momento, aquel hombre parecía transformarse en Drácula al relatar el suceso de aquella infortunada noche. Detalladamente deshiló recuerdos, sin in¬mutarse, sin quebrarse la voz, casi gozando de una morbosa venganza que llevaba escondida.

Yo conocí al intruso que sorprendí en los brazos de mi amante, dijo el hombre, mientras el sudor comenzaba a brotar de los poros del cliente. Yo lo vi perfectamente cuando desnudo se escapaba velozmente entre aguas manglares, repitió con insistencia como disfrutando de un triunfo anhelado. Terminado el trabajo del corte de barba, el pobre "musiú' parecía un bloque de hielo: frío, intensamente frío, con las articulaciones casi paralizadas.

El barbero lo agarró por los brazos, le ayudó a pararse de aquel instrumento de tortura y con una sonora carcajada trató de aplacarle el miedo a su asustado cliente diciéndole:

—Musiuíto. .! no te preocupes, que yo estoy inmensa¬mente agradecido de tí, por haberme ayudado a quitarme de encima a esa morena infernal que me tenía embrujado.

Lo siento baisano, lo siento mucho, repitió Salim. Pagó los tres bolívares del servicio, se sacudió el pelero depositado en su cuello, con gesto nervioso se ajustó la correa, tosió y casi sin despedirse salió como estampida por la puerta de la barbería para no regresar jamás a ese lugar. El barbero con sonrisa maquiavélica murmuraba frente al espejo: ese "carajito" más nunca volverá a meterse en camisa de once varas y cerró el episodio silbando una balada de moda.